jueves, 9 de diciembre de 2010

Andenes

                        
Hoy, al regresar de la estación, se sentía especialmente bien; y no era solo la alegría del reencuentro con él después de una larga semana -que también-, era sobretodo, el haber sido capaz de superar esa sensación de ahogo y opresión que, desde que ocurrió todo aquello, la invadía al atravesar sus puertas y pisar los andenes. Pero hoy, se había enfrentado -y ganado- a esos recuerdos y recordado aquellas conversaciones que mantuvo con ella cuándo aún eran amigas capaces de desnudarse el alma. Y aunque está cansada, no quiere acostarse sin dejarlo todo anotado en su cuaderno.
                                             
 
Podía verla de una forma tan nítida como si yo misma hubiera estado allí. La veía bajar por la avenida de la Infanta Isabel con su caminar apresurado, entre un tumulto de personas que la arrastraban sin verla: pequeña, aterrada, tirando de una maleta que parecía mil veces más grande que ella; la falda larga, suelta, a medio tobillo, y en los pies unas sandalias planas y cerradas; la blusa lila, holgada, de suave caída y con cuello de caja, cerrada por detrás y marcándole al andar el contorno de los pechos y, entre ellos, el pulso acelerado de su corazón; los hombros al aire, y en el cuello, un fular, de seda y malva.

En sus oídos rezumbaban, aturrullándola y queriéndola arrastrar en dirección contraria a su caminar, todas las voces que, como siempre, en una especie de aluvión y atropello constante, habían dirigido sus pasos hacia un destino donde nunca estaba ella, en el que nunca decidía, y que solo aceptaba con resignación e impotencia. Su mano, encerrada en el bolsillo, apretaba con fuerza un pequeño fósil, igual que el que ella ya poseía, y que llevaba para él; en ese momento supo que sólo quedaba una hora para encontrase con su destino; su mente se apaciguó y el ruido de fuera también, y apretó el paso, ajena entonces al tumulto humano, a los coches, a los cláxones, desoyendo las voces y pensando solo en el rumbo que ese día tomaba su vida yendo hacia ese encuentro, yendo hacia él.

Todavía en ámbar, cruzó a toda velocidad la amplía avenida que la separaba de la estación; el ruido de los automóviles había desaparecido, las voces que la rodeaban minutos antes apenas eran ahora sino un eco lejano, un borboteo, nada oía sino el repiqueteo de sus pies sobre el asfalto y el ruido impreciso de las estelas de viento que los coches dejaban a su paso, como remolinos que atraían su fular hacia un pozo sin fondo, como si estuviera vivo, rodeando una y otra vez su cuello con una caricia violenta; sólo existen entonces sus pies rápidos y precisos, esquivando el tráfico de una manera casi suicida, y su fular que como un vuelo de pájaros que acaricia su cara y sus hombros, vuela a su alrededor cada vez con mayor ansia e intensidad.

Fue un instante, un salto delante de un ciclomotor y la sensación de seguridad al alcanzar la ansiada acera; y se detiene, ajena a la selva de bocinas que resuenan tras de sí, su mano en el cuello buscando la caricia malva, apenas un segundo, hasta verlo sobre el asfalto, perdido en la carrera y aplastado bajo las ruedas de cientos de automóviles, pero no duda y prosigue su camino; el camino que lleva a la estación de tren, a la tierra donde sólo habitan ella y sus futuros. Sus pasos, que parecían ajenos a ella, la llevaban imparables y decididos hacia unas escaleras mecánicas que, de forma mágica, en volandas, la acercaban al andén al que, en muy poco tiempo, llegaría el tren donde viajaban él, el resto de sus días y parte de mi propia vida. 

Un abrazo, un largo abrazo sumidos en la multitud que se alejaba como en una pantalla de cine mudo. Yo, que aquél día, había visto partir ese mismo tren desde mi lejana ciudad, sin comprender entonces, la sensación de vacío que me inundo al verlo alejarse en la oscuridad de la noche; ajena como estaba a la realidad que en esos vagones se ocultaba en el interior de su maleta; en la que, perfectamente doblados y camuflados entre la poca ropa y los papeles de trabajo, se escondían el engaño y la mentira, que desde ese día viajarían con él, de su mano, como una prenda más en esa maleta; comprendo ahora que en esa estación, aquél día, de aquel lejano abrazo, también surgía, de algún modo, la que sería mi nueva vida.

2 comentarios:

  1. Ahora entiendo el título de tu blog, el fular voló al viento como voló tu vida hasta entonces con aquel importante viaje. Besos.

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  2. Tienes razón Leovi aquél tren cambió mi vida y produjo un turbulento cruce de destinos. Y ese pañuelo marcó un antes y un después en mi vida.
    Un beso

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